Un día se levantó de la cama y decidió cambiar el mundo.
Empezaría por lo más básico, los niños. Les enseñaría a pensar y a soñar, a
trabajar duro y a no darse nunca por vencidos. Les explicó lo necesario del
equilibrio en la vida, la necesidad de disfrutar y soñar en la misma cantidad
que de trabajar y estudiar. Les mostró el amor inocente y desinteresado y,
sobre todo, les enseñó a confiar. Una vez acabó con ellos, continuó con los
jóvenes. A ellos les invitó a madurar, a tener iniciativa y ser fuertes, a
patear las piedras que se les pusieran en el camino y a superar cualquier clase
de obstáculos. Les enseñó lo que es amar con pasión y luchar hasta el final.
Les enseñó lo que es la traición y como sobrellevarla. A continuación, siguió con los adultos. A
ellos les enseñó moderación, templanza. Ejercitó su paciencia y lógica, y les
mostró en que luchas debían pelear y cuales debían dejar pasar. Les mostró cómo
disfrutar de la vida. Les enseñó lo que es el amor basado en la confianza y la
importancia del perdón. Y por último, terminó con los ancianos. A ellos les
enseñó a apreciar la vida vivida, a cuidar de sus familiares, aceptar los
nuevos tiempos y a preparar a las nuevas generaciones. Les enseñó lo que es el
amor eterno, a apreciar la belleza de la
vida efímera. A seguir descubriendo y nunca dejar escapar la pequeña llama de
la esperanza que todos llevamos dentro. A estar en paz con uno mismo y con el
mundo para, cuando llegará el momento,
partir sin recelos ni arrepentimientos. Cuando terminó, volvió a la cama
y se durmió con la sensación de haber aprovechado el día.
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